Yo, vulnerable

Autora: Alina González

Este viernes estuve en Migración por una diligencia trivial: anunciar mi cambio de domicilio. Siempre que estoy en ese lugar siento miedo. Tengo la fantasía de que algo van a descubrir al hurgar en sus archivos y que me van a expulsar del país. Me siento sospechosa cuando me miran y pienso que yo misma me voy a delatar sin querer.

Ello, aunque los funcionarios son amables y aunque no hacen preguntas capciosas. Y aunque (ustedes lo saben) soy una buena persona y no he cometido (ni cometería) ningún delito.

Puede que toda la situación que antecede (la fila desde las 6 de la mañana. Escuchar a mis compatriotas narrar situaciones de Venezuela. Que te den un número. La policía custodiando) me retrotrae a situaciones del pasado, cuando vivíamos en un país en el que las personas no nos sentimos parte de la ciudadanía, aunque alguna vez lo fuimos. Donde un funcionario se siente con el poder de decidir el futuro de quien está detrás de la ventanilla, y en el que todo puede ser arbitrariamente torcido o cambiado, en un abrir o cerrar de ojos.

No sé si tengo un trauma con la policía, aunque sé que no estoy frente de la Policía venezolana, que son civiles y no militares y que además, al ser mexicanos, son extremadamente amables, no puedo evitar sentir escalofríos si me acerco a preguntar algo o si me revisan la cartera al entrar.

Ya he vivido situaciones difíciles en Migración: un mal entendido en un trámite inicial con mi empleador, hizo que rechazaran mi solicitud. Y al tratar de hacerles ver el error, el asunto se convirtió en un engorroso problema burocrático que me hizo vivir indocumentada por un año. Aunque todo finalmente se arregló, siempre creo que de alguna computadora saldrá este dato, que nuevamente torcerá mi destino.

Ir a Migración me hace sentir extremadamente vulnerable. Es un sentimiento que no va con mi personalidad (siempre he sido "defensora de algo o alguien", quienes me conocen lo saben). Pero en esos momentos, me someto: espero que todo pase, que todo ocurra mientras mi destino queda en manos de otros.

El otro día en un taller que organizó Efecto Cocuyo, lo entendí. Y recordé una anécdota: cuando me tocó vivir cerca de un vecino que todos los días maltrataba a su perro y mi hija Mariana insistía en denunciarlo. Pero yo (aunque amo a los perros, aunque se me aceleraba el corazón en el momento de la violencia y aunque odiaba escuchar el aullido del pobre animal cuando lo golpeaban) opté por evitar ir ante la autoridad: somos extranjeros, le dije, no sabemos si luego nosotros terminamos denunciados.

Creer que no tienes derechos es la base de este sentimiento de vulnerabilidad y la razón del silencio frente a las injusticias. Y aunque sé, porque lo dije muchas veces en mi trabajo como activista, que los derechos humanos no te los pueden quitar, porque son inherentes al ser humano (sin distinción alguna de nacionalidad, lugar de residencia, sexo, origen nacional o étnico, color, religión, lengua, o cualquier otra condición. Todos tenemos los mismos derechos humanos, sin discriminación alguna) es muy diferente estar del otro lado: aquel en el que te encuentras en desventaja.

Quizás en este sentimiento de vulnerabilidad, en el que hay un otro que tiene el poder sobre tu destino -y en el que en la práctica poco importe que tengas o no derechos humanos- se explique (en parte) el por qué sigue una dictadura oprimiendo a mi valiente país, y por qué no bajan los cerros, como hace rato deberían haber bajado.