Ser Migrante: El movimiento dentro del movimiento
El 4 de septiembre se conmemoró el Día del Migrante en Argentina y escribo estas líneas (a destiempo) en un tren. En pleno movimiento. Y pienso que ser migrante es exactamente eso. Ser migrante es, ante todo, movimiento. Pero, ¿no se trata también la vida de movimiento? Ser migrante es entonces el movimiento dentro del movimiento.
Ser migrante es un gerundio. Quienes migramos, sabemos que en cada pequeña o gran acción, en cada decisión, cada día sientes la migración. Ser migrante te transforma profundamente. Progresiva pero también intempestivamente. Y no se si esa transformación termina algún día. Yo me convertí en migrante hace 8 años y sigo transformándome.
Pienso también en la migración desde un punto de vista académico. Y cómo, teóricamente, va ligada a la integración. Porque la migración transforma al que se va, sí. Pero también transforma a la sociedad que recibe al migrante.
Y pienso entonces en mi historia.
Mis abuelos maternos son/fueron también migrantes. Migraron de Costa Rica a Venezuela en los años 30 y aunque crecí sabiéndolo, sólo me hice realmente consciente de este legado cuando yo migré. ¿Quizás porque estaba muy integrado? ¿Quizás porque fue una herida que no se tocó para que no sangrara? Probablemente era una mezcla de ambas, más las circunstancias propias de la generación a la que pertenecen mis abuelos. Por mi parte, sigo descubriendo lo que significa en mi historia a medida que voy descubriendo y co-creando esta Nebraska migrante.
Una Nebraska que se sintió arrancada de raíz. Una Nebraska que, sin querer irse de Venezuela, estaba desesperada por emigrar. Como tantos otros de mi generación. Una Nebraska que ha vivido - y sigue viviendo - la migración con muchos de los matices que están en la paleta de colores de esta condición.
Con la añoranza permanente de lo que fue pero, sobretodo, de lo que pudo haber sido. Con la añoranza de esos almuerzos de domingo en Caracas que he imaginado miles de veces. Con la añoranza de un presente y de un futuro que sólo vive en mi imaginación. Y qué difícil procesar la añoranza de algo que no existe. Que nunca existió. Que no existirá.
Y pienso entonces en Argentina.
Mi país de acogida. Mi hogar. Mi país. Argentina me ayudó a auto-trasplantarme. A sembrar esas raíces que habían arrancado, nutrirlas, y verme crecer más fuerte, más próspera y más sana. Que suerte que la vida se empeñó en traerme a este bendito país.
Este país que se transformó en refugio, amigos, oportunidades y familia para mí pero también para entre 180.000 y 220.000 venezolanos. Y sí, al hacerlo, también se transformaron los argentinos y por eso es un gran ejemplo de integración.
Porque, como decía antes, la migración nos transforma a todos. Y la integración es más que un encuentro de dos mundos. Más que la suma de las partes. Es una apertura y acogida genuina y empática del otro. Es lanzarse al encuentro, con todo y el miedo que eso da. Es descubrir que los tequeños van perfecto como entrada en un bodegón porteño y que el mate es una hermosa manera de vincularse. Es aprender a ser más directos y asertivos pero al mismo tiempo amables y resolutivos. Es construir nuevas tradiciones y mantener vivas las nuestras.
Así, hoy aprecio y atesoro profundamente esas partes de mí que descubrí gracias a la migración. Esa venezolanidad que va en mis raíces. Y también amo y disfruto esas flores, ramas y frutos que nacieron por y en Argentina. Esas partes de mí que quizás no hubieran nacido en otro lugar.
Y así, la añoranza convive con el agradecimiento. Con el orgullo de estar enamorada de la vida que estoy construyendo para mí. Con la naturalización de ser de aquí y de allá, al mismo tiempo, siempre.
Que lindo que en Argentina migración rime con integración.
Nebraska Villapol.